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La formación sacerdotal (página 2)




Enviado por Diego Bustamante



Partes: 1, 2

En referencia a los seminarios menores, el Concilio de
Trento no preveía una clasificación como lo hace la
OT del Vaticano II; sin embargo, daba a conocer la conveniencia
de una formación específica desde la más
tierna edad (Sess XXIII, c. 8). La división de las dos
clases de seminarios: mayor y menor respectivamente, comienza en
el siglo XIX y se consolida en el c. 1353 § 2 del CIC 17.
Como explicamos al inicio, la existencia de estos seminarios no
fue muy apreciada, incluso hasta antes del Vaticano II; empero,
la consolidación de éstos es nuevamente materia de
discusión, aunque en la redacción de los documentos
no se precisa mayor información, en relación con
los seminarios mayores. En todo caso, destacamos el fin propio de
los seminarios menores que consiste es ayudar a los adolescentes,
que parecen poseer "gérmenes de la vocación", a
reconocerla fácilmente y hacerles capaces de responder a
esa llamada. De esta finalidad se desprenden dos
consecuencias:

  • a) La necesidad de una formación
    espiritual, desarrollando no solo la vida de cristiano, sino
    fomentar la vocación germinal.

  • b) La necesidad que acudan a los seminarios
    menores aquellos adolescentes que manifiesten cierto signo de
    vocación, o al menos no se oponen a ella. Determinando
    de esta manera, la no recepción en el seminario menor
    de quien no considera tener el signo vocacional.

"El seminario menor no está creado para cultivar
vocaciones ciertas –la edad de los alumnos no lo admite-
sino para estudiar los signos de una vocación posible
(…). El seminario menor admite a niños que aceptan
formalmente –ellos y su familia– la hipótesis de una
vocación, que necesita ser protegida y fomentada en un
clima de adecuado de
formación"[6]

Finalmente, se habla también de promover
"cuidadosamente Institutos y otros centros para los que siguen la
vocación divina en edad avanzada."[7] La
preocupación de animar a vocaciones tardías o
personas de edad madura
. La recomendación de la OT,
se legaliza con fuerza jurídica en el CIC:

"233 § 2.    Tengan además
especial interés los sacerdotes, y más
concretamente los Obispos diocesanos, en que se ayude con
prudencia, de palabra y de obra, y se prepare convenientemente a
aquellos varones de edad madura que se sienten llamados a los
sagrados ministerios"[8].

EL SEMINARIO MAYOR

En los documentos del magisterio vigente, se
amplía todos los detalles referentes a los candidatos al
presbiterado, donde se ponen de manifiesto distintas
aéreas de la formación. OT por ejemplo, inicia con
la idoneidad de los formadores, "elegidos entre los
mejores"[9]; se detalla el discernimiento de los
candidatos al sacerdocio, seminarios interdiocesanos (regionales
o nacionales). Luego, se detalla la intensificación de
la formación espiritual, mencionando la
interiorización de Palabra de Dios y las practicas de
piedad; la enseñanza de vivir como manda la Iglesia, en
una comunidad; formar para el celibato sacerdotal, lo suyo
tendrán también los IVC, con sus constituciones
particulares y régimen de vida, evidenciado en los
Consejos Evangélicos; la formación, madurez humana
y disciplina.
En otro apartado se realiza la revisión
de los estudios eclesiásticos: lenguas litúrgicas,
coordinación de disciplinas filosóficas y
teológicas, metodología didáctica,
especializaciones de los seminaristas. El fomento de la pastoral,
que consiste en la adecuada preparación para el sagrado
ministerio, un entrenamiento en diversas formas y técnicas
de apostolado e iniciación oportuna en las
prácticas pastorales. Posterior a la formación del
seminario, es necesario el perfeccionamiento de los estudios a
nivel permanente y continuo.

Lo mismo sucede con el CIC, desde mi
opinión, detalla la vida del seminario mayor, desde el c.
237 al 264. En estos numerales se destaca la erección
(237); administración (238-239); dirección
espiritual y confesores (240); idoneidad de admisión del
candidato y requisitos (241); Plan de formación
sacerdotal, debidamente aprobado por la Santa Sede (242) y
reglamento particular o propio (243); equilibrada
formación espiritual y doctrinal (244); la
formación espiritual persuade de las implicaciones del
ministerio (245), cuyo centro en la Eucaristía y
prácticas de piedad (246); observación del celibato
(247), formación en cultura general (248); los alumnos
deben ser instruidos en lengua propia y latín (249); del
tiempo de duración de los estudios
filosófico-teológicos (250), y método de los
mismos (251-252); idoneidad de los profesores para las
disciplinas (253-254); finalidad de la formación pastoral
(255-256); formación al servicio de la Iglesia universal
(257), tiempos de pastoral (258), seminarios interdiocesanos
(259), de la autoridad del rector en el seminario (260-262), de
la economía y mantenimiento del seminario
(263-264).

Los seminarios mayores son los que permiten la
continuidad de la formación de los sacerdotes, los tiempos
desde nuestro Señor han cambiado significativamente, ya no
es suficiente tener buenas intensiones, sin hacer meritorio el
deseo de asimilar el magisterio vivo de la Iglesia, transcurrido
en la historia, la experiencia recibida como un legado, a ello lo
denominamos Tradición (De Traditio).
En tal
razón, el seminarista y/o religioso, debe aprehender la
enseñanza eclesial, la vida de piedad, las condiciones a
las que se prepara, la Eucaristía como centro de su
misión, y la universalidad de su servicio.

"Los Seminarios Mayores son necesarios para la
formación sacerdotal. Toda la educación de los
alumnos en ellos debe tender a que se formen verdaderos pastores
de almas a ejemplo de Nuestro Señor Jesucristo, Maestro,
Sacerdotes y Pastor, prepárense, por consiguiente, para el
ministerio de la palabra que entiendan cada vez mejor la palabra
revelada de Dios, que la posean con la meditación y la
expresen en su lenguaje y sus costumbres; para el ministerio del
culto y de la santificación que, orando y celebrando las
funciones litúrgicas, ejerzan la obra de salvación
por medio del Sacrificio Eucarístico y los sacramentos;
para el ministerio pastoral que sepan representar delante de los
hombres a Cristo, que, "no vino a ser servido, sino a servir y
dar su vida para redención de muchos" (Mc., 10,45; Cf.
Jn., 13,12-17), y que, hechos siervos de todos, ganen a muchos
(Cf. 1 Cor., 9,19)"[10].

IDONEIDAD DE LOS FORMADORES PARA EL SEMINARIO O
IVC

Respecto a los criterios para la elección de los
formadores, la Iglesia se muestra muy exigente. Según el
decreto Optatam Totius, «los superiores y los
profesores de seminarios han de ser elegidos de entre los
mejores»[11]. Sobre este punto, el Concilio
se hace eco de la encíclica de Pío XI Ad
catholici sacerdotií,
donde se dirige a los obispos
la siguiente exhortación, «Se ponga, ante todo, un
cuidado especial en la elección de los superiores y de los
maestros… Dad a vuestros colegios los mejores sacerdotes;
no os pese el sustraerlos de tareas en apariencia más
importantes, pero que no se pueden parangonar con esta obra
capital e
insustituible»[12].

El CIC (1983), contempla aspectos puntuales respectos de
los maestros, que aunque no entran en una clasificación de
formadores estrictamente hablando, tienen incidencia directa en
la formación académica, en muchos de los casos los
maestros de las cátedras viven en el seminario, aunque no
todos. Independientemente de las diferencias de tipo pastoral,
los maestros también forman parte de la vida del seminario
o de la Institución dedicada a estudios
filosófico-teológico, que por extensión,
coadyuvan al Plan de formación. Existe un perfil adecuado,
que prima como modelo a la hora de "seleccionar" a los profesores
idóneos, son los siguientes:

"253 § 1.    Para el cargo de
profesor de disciplinas filosóficas, teológicas y
jurídicas, el Obispo o los Obispos interesados
nombrarán solamente a aquellos que, destacando por sus
virtudes, han conseguido el doctorado o la licenciatura en una
universidad o facultad reconocida por la Santa
Sede"[13].

"254 § 1. En la enseñanza, los profesores
han de prestar constantemente atención especial a la
íntima unidad y armonía de toda la doctrina de la
fe, de manera que los alumnos comprendan que están
aprendiendo una ciencia única; para conseguir mejor esto,
debe haber en el seminario quien dirija toda la
organización de los estudios.

 § 2.    Enseñen a los
alumnos de manera que se hagan capaces de examinar las cuestiones
con método científico mediante apropiadas
investigaciones realizadas por ellos mismos; se tendrán,
por tanto, ejercicios en los que, bajo la dirección de los
profesores, los alumnos aprendan a llevar a cabo estudios con su
propio trabajo"[14].

Tal preciso deber ha de entenderse en el sentido de una
apremiante invitación a considerar el problema de los
formadores como una de las prioridades pastorales más
importantes. Nada se debe dejar por hacer en las diócesis
para poder dotar a los seminarios del personal dirigente y
docente que necesitan.

Las cualidades esenciales exigidas, de las que hablan
los documentos citados, han sido especificadas en la Pastores
dabo vobis,
[15] en la Ratio
fundamentalis[16]y, luego, en las Ratio
nacionales
en un modo más explícito y amplio.
Entre otras, se señalan la necesidad de poseer un fuerte
espíritu de fe, una viva conciencia sacerdotal y pastoral,
solidez en la propia vocación, un claro sentido eclesial,
la facilidad para relacionarse y la capacidad de liderazgo, un
maduro equilibrio sicológico, emocional y afectivo,
inteligencia unida a prudencia y cordura, una verdadera cultura
de la mente y del corazón, capacidad para colaborar,
profundo conocimiento del alma juvenil y espíritu
comunitario.

La vocación de formador supone poseer, por un
lado, un cierto carisma, que se manifiesta en dones
naturales y de gracia y, por otro, en algunas cualidades y
aptitudes que se han de adquirir. Siempre que se hable de la
personalidad del formador se deberá considerar este doble
aspecto: cada una de las características que deseamos en
el formador de seminario presenta elementos que son, por
así decirlo, innatos unos, y otros que se deben adquirir
gradualmente mediante el estudio y la experiencia.

Definir los criterios para la elección de los
formadores supone siempre un ideal que refleja las cualidades
arriba indicadas junto a muchas otras que se pueden deducir del
conjunto de objetivos formativos indicados por la Pastores
dabo vobis.

Aquí, seguidamente, se tratará de
presentar una rica relación de ellas, sin pretender por
ello que todas esas dotes y facultades se encuentren en grado
perfecto en cada persona. Se quiere ofrecer solamente un punto de
referencia para la búsqueda y selección de los
formadores, que pueda al mismo tiempo servir de criterio para
programar su formación y para evaluar su servicio. Aun
teniendo presentes los límites impuestos por las
situaciones concretas y las posibilidades humanas, no se ha
considerado inútil poner el ideal un poco por encima de
tales presumibles limitaciones, a fin de que constituya un
constante reclamo y estímulo hacia la
superación.

Rasgos comunes a todos los formadores de los
seminarios[17]

  • 1. Espíritu de fe: El
    objeto y el fin de la tarea educativa en el seminario
    sólo se pueden comprender a la luz de la fe. Por esta
    razón, el formador debe ser en primer lugar hombre de
    fe firme, bien motivada y fundada, vivida en profundidad, de
    modo que se transparente en todas sus palabras y acciones.
    Animada por la caridad, la fe irradia en la vida el gozo y la
    esperanza de una entrega total a Cristo y a su Iglesia. Se
    manifiesta en la elección de una vida
    evangélica y en una adhesión sincera a los
    valores morales y espirituales del sacerdocio, que trata de
    comunicar con delicadeza y convicción. Ante la
    diversidad de opiniones en campo dogmático, moral y
    pedagógico, el formador se inspira en los criterios
    dictados por la fe, siguiendo con cordial e inteligente
    docilidad las orientaciones del Magisterio. De esta manera,
    se siente «maestro de la fe»[18]
    de sus alumnos, les hace descubrir su belleza y sus valores
    vitales, y se muestra sensible y atento a su camino de fe,
    ayudándoles a superar las dificultades.

Sentido pastoral:
«Toda la formación de los candidatos al sacerdocio
está orientada a prepararlos de manera específica
para comunicar la caridad de Cristo, buen pastor. Por
tanto, esta formación, en sus diversos aspectos,
debe tener un carácter esencialmente
pastoral».[19] Todos los formadores deben
tratar de valorar cada uno de los aspectos formativos, teniendo
presente este fin principal del seminario. Especialmente los
profesores, sin descuidar el aspecto científico de su
enseñanza, pondrán de relieve su valor pastoral y
harán que «concurran armoniosamente a abrir cada vez
más las inteligencias de los alumnos al misterio de Cristo
de forma que adviertan el sentido, el plan y la finalidad de los
estudios
eclesiásticos».[20]

Espíritu de
comunión:
Los formadores vivan «una
unión de espíritu y de acción muy estrecha,
y formen entre sí y con los alumnos una familia que
responda a la oración del Señor: "que sean uno"
(Cfr Jn 17, 11) y fomenten en los alumnos el gozo por su propia
vocación»[21].

Esta comunión, exigida de
forma autorizada por el Concilio, toca de cerca la naturaleza del
sacerdocio ministerial y el ejercicio de su ministerio. Como se
expresa al respecto la Pastores dabo vobis,
«precisamente porque dentro de la Iglesia es el hombre de
la comunión, el presbítero debe ser, en su
relación con todos los hombres, el hombre de la
misión y del diálogo»[22]. Se
puede decir que el formador solamente es auténtico en su
servicio y responde a las exigencias de su ideal sacerdotal, en
la medida en que se sabe comprometer y sacrificar por la unidad,
cuando en su pensamiento, en sus actitudes, y en su
oración refleja solicitud por la unión y
cohesión de la comunidad a él confiada.

Madurez humana y equilibrio
psíquico:
Se trata de un aspecto de la
personalidad que es difícil definir en abstracto, pero que
corresponde en concreto a la capacidad para crear y mantener un
clima sereno, para vivir relaciones amistosas que manifiesten
comprensión y afabilidad, para poseer un constante
autocontrol. El formador, lejos de encerrarse en sí mismo,
se interesa por el propio trabajo y por las personas que le
rodean, así como también por los problemas que ha
de afrontar diariamente. Personificando de algún modo el
ideal que propone, se convierte en un modelo para los
demás, capaz de ejercer un verdadero liderazgo y, por
tanto, de comprometer al educando en su proyecto
formativo.

La importancia de este rasgo fundamental de
la personalidad se ha de tener siempre presente, entre otras
cosas para evitar fallos pedagógicos, que pueden darse en
formadores insatisfechos, exacerbados y ansiosos. Éstos
traspasan sus dificultades a sus alumnos, deprimiéndolos y
obstaculizando su normal desarrollo humano y
espiritual.

Límpida y madura capacidad de
amar:
Es importante asegurar en los formadores, como
parte integrante de la madurez global antes mencionada, y, al
mismo tiempo, como su consecuencia esencial, un buen grado de
madurez afectiva. Con esta expresión se entiende el libre
y permanente control del propio mando afectivo: la capacidad para
amar intensamente y para dejarse querer de manera honesta y
limpia. Quien la posee, está normalmente inclinado a la
entrega oblativa al otro, a la comprensión íntima
de problemas y a la clara percepción de su verdadero bien.
No rechaza el agradecimiento, la estima o el afecto, pero los
vive sin pretensiones y sin condicionar nunca a ellos su
disponibilidad de servir. Quien es efectivamente maduro
jamás vinculará a los otros a sí; por el
contrario, será capaz de cultivar en ellos una afectividad
igualmente oblativa, centrada y basada en el amor recibido de
Dios en Cristo Jesús y referida a él siempre, en
última instancia.

La Exhortación postsinodal subraya
en varios de sus párrafos la importancia de este aspecto
de la formación de los futuros sacerdotes: no será
posible garantizarles el necesario crecimiento hacia el dominio
sereno y liberalizador de esta afectividad madura, si los
formadores no son los primeros en ser ejemplos y
modelos.[23]

Los formadores, por tanto, necesitan un
auténtico sentido pedagógico, esto es, aquella
actitud de paternidad espiritual que se manifiesta en un
acompañamiento solícito, y al mismo tiempo
respetuoso y discreto, del crecimiento de la persona, unido a una
buena capacidad de introspección, y vivido en un clima de
recíproca confianza y estima.

Capacidad para la escucha, el
diálogo y la comunicación:
De estas tres
aptitudes depende en gran parte el éxito de la labor
formativa. De un lado, se encuentra el formador en su papel de
consejero y guía y, del otro, el alumno como interlocutor
invitado a asumir actitudes por libre iniciativa. Para el
establecimiento de esta relación son decisivas las
intervenciones psicológicamente acertadas y bien
dosificadas del formador. Es preciso evitar, por una
parte, un comportamiento demasiado pasivo y que no
promueva el diálogo; y, por otra, una intromisión
excesiva que pueda bloquearlo. La capacidad de una
comunicación real y profunda logra captar el núcleo
de la persona del alumno; no se contenta con una
percepción exterior, en el fondo peligrosamente ilusoria,
de los valores que se quieren comunicar; suscita dinamismos
vitales a nivel de la relacionalidad, que ponen en juego las
motivaciones más auténticas y radicales de la
persona, al sentirse acogida, estimulada y valorada.

Esos contactos deben ser frecuentes, a fin
de estudiar el camino, señalar las metas, acomodando al
paso de cada uno la propuesta educativa, y logrando de esta
manera descubrir el nivel en el que se encuentran los verdaderos
problemas y las verdaderas dificultades de cada
persona.

Para lograrlo, los formadores deben poseer
no sólo una normal perspicacia, sino también los
conocimientos fundamentales de las ciencias humanas acerca de las
relaciones interpersonales y de la dinámica de la toma de
decisión en la persona. Los jóvenes de hoy
generalmente son generosos, pero frágiles, sienten una
fuerte, y con frecuencia excesiva, necesidad de seguridad y de
comprensión; manifiestan la huella de un ambiente familiar
y social no siempre sano, que es necesario curar e integrar con
gran tacto pedagógico y espiritual.

En un reciente documento, la
Congregación para la educación católica
habla de la necesidad de crear un clima de comunicación
mutua entre los alumnos y con los formadores, que los prepare
para entablar un frecuente diálogo interpersonal y de
grupo, para cultivar la propiedad del lenguaje, la claridad de
expresión, la lógica y la eficacia de la
argumentación, para integrar las comunicaciones
prevalentemente unidireccionales, típicas de una
cultura.

Atención positiva y
crítica a la cultura moderna:
Iluminado por la
riqueza cultural del cristianismo, que se fundamenta en las
fuentes bíblicas, litúrgicas y patrísticas,
el formador de los futuros sacerdotes no puede prescindir de un
amplio conocimiento de la cultura contemporánea. En
efecto, el conocimiento de todo lo que contribuye a plasmarla
mentalidad y los estilos de vida de la sociedad actual favorece
en gran medida la acción educativa y su eficacia. Esto
tiene validez en relación con el mundo industrializado
occidental, con las culturas indígenas de los territorios
de misión, y también con los sectores particulares
de obreros, de campesinos, etc. Ese bagaje intelectual ayuda al
formador a comprender mejor a sus alumnos y a desarrollar una
pedagogía apropiada para ellos, enmarcándola en el
contexto cultural de nuestro tiempo, por ejemplo, en la
diversidad de corrientes de pensamiento, en los rápidos
cambios de situación política y social, en las
creaciones literarias, musicales y artísticas en general,
divulgadas con gran rapidez por los medios de comunicación
social, en los logros tecnológicos y científicos
con sus incidencias en la vida. Un conocimiento profundo, a la
vez positivo y crítico, de estos fenómenos
contribuye notablemente a una transmisión orgánica
y evaluadora de la cultura contemporánea, facilitando en
los alumnos una síntesis interior a la luz de la fe;
síntesis que el formador deberá haber conseguido en
sí mismo y que deberá actualizar constantemente,
mediante una amplia información científica, pero
también filosófica y teológico, sin la que
no existe una verdadera integración del saber
humano.[24]

Todo esto presupone en el formador una sana
apertura de espíritu. Lejos de encerrarse y replegarse
dentro de sí, el formador debe ser sensible a los
problemas de las personas, de los grupos sociales y de la Iglesia
en su conjunto. Debe ser un hombre magnánimo,
esto es, de amplias miras, que le permitan comprender los
acontecimientos con sus causas, su complejidad y sus aplicaciones
sociales y religiosas, tomando las oportunas distancias de toda
actitud superficialmente emotiva y ligada a lo efímero y
momentáneo.

CAPÍTULO 3:

Discernimiento de
los candidatos al sacerdocio

Sin duda alguna el candidato, debe mostrar unas
características especificas para el ministerio que va a
recibir, de modo que de ello depende el posterior cuidados del
"salus animarum", los elementos necesarios y trascendentales se
abordan en el CEC y el CIC, los cuales a su vea han sido
enriquecidos con los documentos del Concilio Vaticano II, como la
Optatam Totius (OT), Presbiterorum Ordinis, y demás
recomendaciones conciliares.

"Sólo el varón bautizado
recibe válidamente la sagrada
ordenación"[25].

El "requisito" central del rito de ordenación es
obviamente ser varón bautizado, en ese entorno giran todas
las prescripciones. En tal razón, el discernimiento debe
ir enfocando ese ámbito de la persona, dadas las distintas
manifestaciones de grupos de tendencia homosexual, en referencia
a su idoneidad a pertenecer a la Iglesia, o de un modo
erróneo, difundir en el seno de la Iglesia ese tipo de
posibilidad. La Iglesia como lo ha manifestado en sus
documentos no rechaza ni denigra a quienes tienen ese tipo de
tendencia, pero evidentemente no pueden formar parte de los
candidatos
[26]En el fuero interior, el
director espiritual o el confesor, están llamados a
encausar al joven hacia un estilo de vida de castidad y virtud,
y, a su vez recomendarle un estilo de vida seglar, donde coopere
activamente con la comunidad. Lo mismo podemos decir respecto de
los problemas surgidos recientemente, referidos a tendencias de
pedofilia y demás inobservancias de las prescripciones del
Derecho. El discernimiento aclara y dirige el itinerario
formativo. Hecho este comentario, nos adentramos en
materia.

"Investíguese con mucho cuidado, según la
edad y progreso en la formación de cada uno, acerca de la
rectitud de intención y libertad de los candidatos, la
idoneidad espiritual, moral e intelectual, la conveniente salud
física y psíquica, teniendo también en
cuanta las condiciones hereditarias. Considérese,
además, la capacidad de los alumnos para cumplir las
cargas sacerdotales y para ejercer los deberes pastorales. En
todo lo referente a la selección y prueba necesaria de los
alumnos, procédase siempre con firmeza de ánimo,
aunque haya que lamentarse de la escasez de sacerdotes, porque
Dios no permitirá que su Iglesia de ministros, si son
promovidos los dignos, y los no idóneos orientados a
tiempo y paternalmente a otras ocupaciones; ayúdese a
éstos para que, conocedores de su vocación
cristiana, se dediquen generosamente al apostolado
seglar"[27].

El criterio de "recta intensión"
según derecho es un parámetro importante al momento
de determinar la idoneidad del candidato al sacerdocio, en los
seminarios como en las IVC. Respecto de la aceptación de
los miembros a los IVC, el CIC afirma:

"597 § 1.    Puede ser admitido en
un instituto de vida consagrada todo católico de recta
intención que tenga las cualidades exigidas por el derecho
universal y por el propio, y esté libre de
impedimento"[28].

Evidentemente, los IVC, tienen una legislación
propia en el mismo derecho, pero muchas de esas funciones se
equiparan y sobreentienden en las causales normativas del todo el
derecho en sí mismo. Se destaca sin embargo el estilo
propio, como por ejemplo la profesión de los consejos
evangélicos, como una exigencia más normativa y
fidedigna, en el plano personal; sin que ello obste
diferenciación total con la legislación
diocesana.

"598 § 1.    Teniendo en cuenta su
carácter y fines propios, cada instituto ha de determinar
en sus constituciones el modo de observar los consejos
evangélicos de castidad, pobreza y obediencia, de acuerdo
con su modo de vida"[29].

CRITERIOS DE
DISCERNIMIENTO[30]

No hay sistemas para detectar infaliblemente la
presencia de una vocación sacerdotal. Por eso, el primer
deber de quienes tienen la delicada responsabilidad de admitir al
centro formativo es la oración. Pedir con humildad la luz
del Espíritu divino para que ilumine sus mentes y la del
joven que se presenta al seminario. Sin embargo, se pueden tener
siempre delante algunos criterios que ayuden a descubrir el
querer de Dios, en cuanto humanamente esto es posible. En cada
circunstancia diversa, según los tiempos y lugares,
habrá que tener en cuenta ciertos factores concretos y
específicos. Pero se puede también hablar de
algunos criterios generales que se derivan de la naturaleza misma
de la vocación y misión sacerdotales, y de las
exigencias de la formación necesaria para esa
vocación y misión.

Podemos agruparlos en relación a dos juicios
globales íntimamente relacionados: el juicio sobre la
idoneidad del candidato, y el juicio sobre la existencia real de
la llamada divina.

  • 1. Conocimiento del candidato: Por tanto, lo
    primero que hace falta es conocer bien la índole del
    joven que pide su ingreso al seminario. Eso significa que
    quien está encargado de la admisión debe hablar
    con él calmadamente, y, si es posible, varias veces.
    Mucho ayuda también el conocimiento de su familia y de
    su entorno social. En ocasiones pueden ser sumamente
    reveladores. Conocer al candidato es conocer también
    su historia: la educación que ha recibido, su
    trayectoria espiritual y humana, algunos eventos o
    situaciones que puedan condicionar su futuro.

La psicología puede asimismo dar una mano en este
campo. No parece exagerado considerar que siempre que fuera
posible se debería hacer un buen examen psicológico
antes de decidir definitivamente una admisión. Un examen
serio y científico, realizado e interpretado por un
psicólogo que, además de su competencia
profesional, muestre conocimiento y aprecio de la vocación
sacerdotal. Si él mismo es sacerdote, mejor. En algunos
casos especialmente dudosos o difíciles, podría ser
aconsejable también la entrevista personal con un
psicólogo que reúna las condiciones que acabamos de
mencionar.

  • 2. Salud física y mental: La idoneidad
    para el sacerdocio comprende diversos aspectos de la persona.
    Ante todo se requiere una salud física suficiente para
    poder sobrellevar las exigencias de la vida de
    formación en el seminario y colaborar después
    como obrero diligente en la viña del Señor.
    Podría haber algunas excepciones en casos singulares.
    Pero deberían ser efectivamente excepciones, y ser
    motivadas por razones de peso.

Más difícil de evaluar pero no menos
decisiva es la idoneidad psicológica. No es el caso de
detenernos aquí a comentar los diversos aspectos
implicados en ese campo. Bastará recordar que se requiere
una psicología sana para que se pueda pensar en la
existencia de la vocación. El sacerdote es llamado a
orientar y guiar a los demás. Se podría aplicar
aquí, extendiendo un poco el sentido, la pregunta de Pablo
en su primera carta a Timoteo: «si alguno no es capaz de
gobernar su propia casa, ¿cómo podrá cuidar
de la Iglesia de Dios?» (1 Tm 3,5).

Pueden darse casos de psicologías que, dentro de
la normalidad, dan indicios de ser débiles, intrincadas o
inestables. El responsable de la admisión al seminario no
siempre podrá discernir a la primera si hay o no
idoneidad. Prudencia, sensatez, experiencia y tal vez un poco de
tiempo darán la mejor respuesta.

Resulta más fácil discernir cuando se
trata de casos que se acercan o entran en el ámbito de lo
patológico. Si se estuviera ante un caso de psicosis, la
decisión es clara: no hay curación posible; es
inútil engañarse o engañar al joven. Si
hubiera sólo síntomas de algún tipo de
neurosis habría que analizar muy bien el caso para llegar
a una conclusión conveniente. De cualquier modo, en este
campo no se puede proceder a la ligera. Las consecuencias
podrían ser graves. Si existen dudas de apreciación
será necesaria la colaboración de los
expertos.

ALGUNAS VIRTUDES FUNDAMENTALES

Sería absurdo pretender que quien ingresa al
seminario posea las virtudes y cualidades del sacerdote ideal. No
haría falta el seminario. Se requiere, sin embargo, que
posea una base humana y cristiana suficiente para que se pueda
construir sobre ella el edificio de la formación
sacerdotal. Lo principal, por tanto, no es que tenga ya las
virtudes del buen sacerdote, sino que posea la capacidad de
adquirirlas.

Por otra parte, hay una serie de virtudes y cualidades
que se hacen necesarias para que el joven que inicia el camino de
la vocación sacer dotal pueda seguirlo con provecho hasta
llegar a la ordenación. Pensemos, por ejemplo en la
sinceridad. Una persona marcadamente doble e insincera
difícilmente podrá madurar adecuadamente. Se
someterá quizás a unas normas externas mientras no
le vean, pero nunca vivirá el necesario proceso de
autoformación. Algo parecido habría que decir de la
capacidad de vivir comunitariamente y de colaborar con los
demás. Si un joven, por su temperamento o su
educación, es radicalmente incapaz de convivir, compartir,
dialogar, colaborar, es difícil pensar que logrará
formarse debidamente en un ambiente que es comunitario, y que el
día de mañana, como sacerdote, sabrá abrirse
a los demás para servirles en el ejercicio de su
ministerio. Los aspectos esbozados a continuación, en
relación con la aceptación del candidato,
proponemos las siguientes, sin que ellas agoten o digan todo lo
necesario:

  • a) Capacidad intelectual: Será
    necesario también analizar la capacidad intelectual
    del aspirante. Llamado a ser maestro y guía,
    tendrá que prepararse a fondo en campos que requieren
    una dedicación académica seria, como la
    filosofía y la teología. La historia de la
    Iglesia nos habla de casos elocuentes de sacerdotes santos
    con escasos dotes intelectuales. Sin embargo no se puede
    menospreciar este requisito. Sería injusto admitir a
    un joven que pudiera después sentirse frustrado ante
    la dificultad de los estudios sacerdotales, o al recibir la
    invitación a dejar el seminario porque no tiene la
    suficiente capacidad para completar los estudios.

  • b) Ausencia de impedimentos
    canónicos:
    Un último parámetro
    necesario para medir la idoneidad del aspirante será
    la atención a los impedimentos perpetuos o simples que
    el derecho canónico establece para acceder a las
    órdenes. Sería inútil e irresponsable
    admitir al seminario a alguien que no podrá llegar a
    la meta a la que conduce ese camino.

  • c) Discernimiento de la existencia de la
    llamada:
    La presencia de las cualidades requeridas para
    el sacerdocio es necesaria pero no suficiente. No basta
    constatar que un joven tiene las cualidades y condiciones
    necesarias para admitirlo al seminario. Hay que ver si de
    verdad existe una "vocación". Porque aquí el
    término "vocación" no se refiere a una
    tendencia humana hacia una u otra ocupación
    profesional. Aquí el sentido de la palabra es
    estricto: se trata de una llamada divina histórica y
    personal.

Ahora bien, si es difícil discernir la idoneidad
objetiva del candidato al sacerdocio, mucho más lo es
comprender si existe o no la llamada divina. Allí se trata
del misterio del hombre; aquí estamos ante el misterio de
Dios.

  • d) Recta motivación: Lo primero
    que habrá que tomar en cuenta es la motivación
    que induce al joven a hacer su petición para poder
    comprender si la hace porque considera que ha sido llamado, o
    por alguna otra razón. Es necesario que su gesto sea
    completamente consciente y libre. La existencia de un
    condicionamiento serio, externo o interno, debe llevar a la
    cautela. Si faltara libertad habría que evitar que
    diera ese paso.

  • e) La voz de Dios: Suponemos ya que el
    joven viene con recta intención: quiere ser sacerdote
    porque cree que Dios así lo quiere. Un primer consejo
    indispensable es sugerirle que intensifique su vida de
    oración, para después analizar con él
    sus inquietudes y motivaciones. Servirá para detectar
    posibles fenómenos de autosugestión,
    presión ambiental, etc. Y servirá
    también para ayudar al futuro seminarista a
    profundizar en su experiencia de escucha de la voz de Dios.
    Una experiencia que podrá ser definitiva en el resto
    de su vida seminarística y sacerdotal. A veces Dios se
    hace oír en el interior de la persona, de modo
    íntimo y directo. Otras habla sobre todo a
    través de circunstancias, llamativas o aparentemente
    insignificantes. En unas ocasiones su voz resuena vigorosa e
    insistente en el corazón del joven. En otras, las
    más, es como una brisa suave, casi imperceptible (cf.
    1 R 19,12b). A unos el Espíritu les hace experimentar
    el amor de Cristo que lo merece todo; a otros les ayuda a ver
    lúcidamente que la mies es mucha y los obreros pocos;
    a otros les invita simplemente a seguir la vocación
    para la que han sido creados. Unos jóvenes vienen
    entusiasmados con su vocación, otros quisieran
    rebelarse contra la voluntad divina, pero no pueden contra el
    Omnipotente. Hay quienes ven todo con claridad
    diáfana, y quienes solamente sospechan que pueden
    haber sido llamados.

Conclusión

La familia es el fundamento de las vocaciones, en ella
se circunscriben los valores de la persona, en el ámbito
cristiano se constituye en Iglesia doméstica. Quienes han
optado por las Sagradas Órdenes, se han comprometido en
primer lugar desde su realidad personal a ser mensajeros del
Evangelio de Cristo, en continuidad perenne según sus
enseñanzas. Las exigencias que manan de tal compromiso,
requieren ser parte de la realidad inmediata, para iluminar con
su palabra y testimonio las realidades individuales y colectivas
de la humanidad.

El candidato debe ser consciente de las implicaciones de
orden vocacional que implica este llamado, razón
suficiente para actuar como indica la legislación
eclesiástica y el Magisterio de la Iglesia.

El discernimiento es la ordenación necesaria para
actualizar la vocación, y en relación directa con
el sacerdocio, será fundamental una intervención
oportuna de los encargados, sobre todo del Obispo, en el que pesa
la responsabilidad de ofrecer la Iglesia como "sacramento de
salvación" a los fieles. Junto a él los formadores,
mediante una mirada cristológica, observan la idoneidad o
no del candidato, para actuar conforme al Derecho, tal como lo
exige la Iglesia y el sentido común.

Bibliografía
consultada

Documentos del
Magisterio:

  • [OT] Concilio Vaticano II (1965): Decreto
    Optatam Totius.

  • [PO] Concilio Vaticano II (1965): Decreto
    Presbyterorum Ordinis.

  • [CIC] Código de Derecho Canónico
    (1983).

  • [CEC] Catecismo de la Iglesia Católica
    (1992).

  • [FC] Juan Pablo II (1981): Exhortación
    Apostólica Familiaris Consortio.

  • [SCEC] Sagrada Congregación para la
    Educación Católica (1976).

  • [SCEC] Sagrada Congregación para la
    Educación Católica (2005):
    Instrucción sobre los criterios de discernimiento
    vocacional en relación con las personas de tendencias
    homosexuales antes de su admisión al seminario y a las
    Órdenes Sagradas
    .

  • [CS] Pio XI (1935): Encíclica Ad Catolici
    Sacerdoti
    .

  • [PDV] Juan Pablo II:(1992):
    Exhortación ap. postsinodal Pastores dabo
    bobis.

  • [RISV] Ratiofundanientalis institutionis
    sacerdotalis
    (1970).

  • [ECE] Juan Pablo II (1990): Const. Apost. Ex
    corde Ecclesiae
    .

Bibliografía
General:

  • Aguinaga Betty (2006): Derecho de la Iglesia,
    Ediciones PUCE, Quito.

Consulta online:

  • Directrices sobre la formación
    de los formadores en los seminarios (1993): Tomado desde:
    www.osmex.org.mx/…/Directrices%20sobre%20la%20preparacion%20de%20los%20formadores%,
    el 10 de junio de 2010.

  • Discernimiento de las vocaciones
    (2010): Tomado desde:
    http://es.catholic.net/especialsacerdotes/articulo.php?id=40644
    , el 10 de junio de 2010.

 

 

Autor:

Diego Bustamante

[1] CVII (1965): Decreto sobre el ministerio
y la vida de los presbíteros (PO), número 3.

[2] CVII (1965): Decreto Optatam Totius,
sobre la formación sacerdotal, número 2.

[3] CIC (1983): Título III: De los
Ministros Sagrados o Clérigos, Capítulo 1,
número 233.

[4] Exhortación Apostólica
Familiaris Consortio de Juan Pablo II (1981), número
1.

[5] CVII (1965): Decreto Optatam Totius,
sobre la formación sacerdotal número 3.

[6] Sagrada Congregación para la
Educación Católica (1976).

[7] CVII (1965): Decreto Optatam Totius,
sobre la formación sacerdotal número 3.

[8] CIC (1983): Título III: De los
Ministros Sagrados o Clérigos, Capítulo 1,
número 233 § 2.

[9] Pio XI (1935): Encíclica Ad
Catolici Sacerdoti, del 20 de diciembre de 1935.

[10] CVII (1965): Decreto Optatam Totius,
sobre la formación sacerdotal número 4.

[11] Ibíd. número 5.

[12] Carta enc. Ad catholici sacerdotii (20
de diciembre de 1935): AAS 28 (1936), 37-52.

[13] CIC (1983): Título III: De los
Ministros Sagrados o Clérigos, Capítulo 1,
número 253 § 1.

[14] Ibíd. número 254.

[15] Exhortación ap. postsinodal
Pastores dabo vobis (25 de marzo de 1992): número
66.

[16] Ratiofundanientalis institutionis
sacerdotalis (6 de enero de 1970): número 39.

[17] Cf. Directrices sobre la
formación de los formadores en los seminarios (1993):
Tomado desde:
www.osmex.org.mx/…/Directrices%20sobre%20la%20preparacion%20de%20los%20formadores%,
el 10 de junio de 2010. Por considerar algunos aspectos
interesantes del formador desplegamos los temas presentados en
este documento.

[18] Conc. Ecum. Vat II, Decreto sobre el
ministerio de los presbíteros, Presbiterorum Ordinis,
6,13.

[19] Cf. CVII (1965): Decreto Optatam Totius,
sobre la formación sacerdotal, número 4.

[20] CVII (1965): Decreto Optatam Totius,
sobre la formación sacerdotal, número 14.

[21] Ibíd. número 5.

[22] Exhortación ap. postsinodal
Pastores dabo vobis (25 de marzo de 1992), 18.

[23] Ibíd. 44.

[24] Juan Pablo II: Const. Apost. Ex corde
Ecclesiae, (l5 de agosto de1990), número 16.

[25] CIC (1983): Título VI: Del Orden,
Capitulo II: De los Ordenandos, número 1024.

[26] Sagrada Congregación para la
Educación Católica (2005): Instrucción
sobre los criterios de discernimiento vocacional en
relación con las personas de tendencias homosexuales
antes de su admisión al seminario y a las Órdenes
Sagradas.

[27] CVII (1965): Decreto Optatam Totius,
sobre la formación sacerdotal, número 6.

[28] CIC (1983): Título 1: Normas
comunes a los IVC, número 597.

[29] Ibíd., número 598.

[30] Cf. Discernimiento de las vocaciones
(2010): Tomado desde:
http://es.catholic.net/especialsacerdotes/articulo.php?id=40644,
el 10 de junio de 2010.

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